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Hugo Cores
Por Samuel Blixen
El miércoles 6, a los 69 años,
murió Hugo Cores, secretario general del PVP y ex dirigente sindical y
estudiantil de fuste.
Protagonista central de los años sesenta y setenta, a la salida
de la dictadura Cores había hecho del combate a la impunidad de los violadores
de los derechos humanos uno de sus motores. Al amigo, el homenaje.
La noticia sacudió ayer jueves cuando los informativos,
temprano, la difundieron. Y se expandió, con su carga de dolor, por múltiples
canales. A media mañana, un mail desde el exterior subrayaba, tan elocuente como
espontáneo, el sentimiento de pérdida: “¡No puede ser, la puta madre, era un
tipo de primera!”. Ese sentimiento cortaba transversalmente todas las posturas,
los matices, las diferencias ocasionales:
Hugo Cores representaba
a la izquierda uruguaya, la izquierda más auténtica, con sus raíces en la
entrega estudiantil de los años cincuenta, el esfuerzo organizativo y las luchas
obreras de los años sesenta, el compromiso político y revolucionario de los años
setenta, la coherencia en estos pragmáticos ochenta y noventa.
Quien haya leído, semana a semana, las contratapas de
los lunes en La República tendrá evidencia de esa coherencia; y del cúmulo de
experiencia vivida que reflejaban los textos emerge la evidencia de la práctica,
los hechos concretos, que avalaban la palabra impresa. Esa era, quizás, la mayor
riqueza de sus posturas y propuestas: el respaldo de una vida consagrada a la
militancia, que no escatimó sacrificios, y de donde provenía la autoridad por
derecho.
En estos días, saber que las posiciones políticas están respaldadas por una
práctica de compromisos de larga data no es poca cosa; no es un pasaporte para
la infalibilidad, pero aportan confianza y respeto, cualidades devaluadas y
escasas.
Como ocurre desgraciadamente, la ausencia se encargará
de revaluar, y las nuevas generaciones tendrán ocasión de conocer, ahora que no
está, los valores de “un viejo militante de izquierda”, un exponente de lo que,
con mala fe, se descalifica como “náufrago sesentista”, para obviar la reflexión
sobre un capítulo de la historia que sumergió a una generación ejemplar en la
solidaridad, la generosidad, la lealtad a los principios y el compromiso con la
práctica como criterio de la verdad.
Ahora, cuando el efecto de la noticia todavía mezcla
sentimientos con conceptos, prefiero (y la primera persona del singular es
inevitable, aunque no sea yo el más indicado para conjugar en ese plano)
quedarme con una sensación recurrente desde que, salido yo de la cárcel y él
regresado del exilio, se repetía cada vez que se producía el encuentro, en una
manifestación, en un programa de televisión, en algún congreso, o en los
pasillos de la Cámara de diputados: su actitud juvenil, su mirada viva, su
espíritu impulsivo, un combustible vital que no reducían ni los años, ni los
contratiempos, ni el esfuerzo que demandan las tareas por venir. No estaba
cansado de militar y eso es un atributo inapreciable hoy, cuando el entusiasmo y
el impulso son sospechosos, en tiempos en que predominan el sosiego, el
pragmatismo, las buenas maneras, la precaución. Afortunadamente Hugo no era
viejo, no apostaba a la quiniela, quería el cinco de oro.
Quizás la experiencia le permitió modelar un estilo
suave, más diplomático si se quiere, pero los conceptos y las propuestas eran
“radicales”, en el sentido de que no olvidaban los principios. Y era un placer
asistir al despliegue de ese estilo, en una entrevista, en una exposición, en un
debate en la Cámara, que tenían, desde el vamos, el elemento necesario de
controversia, de provocación, para interlocutores ubicados en las antípodas.
Asistí a dos episodios que ayudan a visualizarlo: uno
en Paraguay, cuando a comienzos de 1993 siguió la pista de un supuesto
desaparecido uruguayo. La búsqueda de una confirmación de una cédula de
identidad encontrada en el escritorio de un esbirro de Stroessner lo condujo al
despacho de un juez asunceño que custodiaba el famoso “archivo del terror”,
hallado semanas antes.
En el despacho, bajo la mirada desconfiada del
juez –quien no podía creer que un diputado estuviera allí, arrodillado en el
suelo–, Hugo escarbaba en bolsas de arpillera que contenían miles de documentos
de identidad de paraguayos y extranjeros que a lo largo de las décadas pasaron
por las cámaras de torturas de la dictadura. Nos habíamos dividido el trabajo,
calculando que la paciencia del juez se agotaba; mientras él buscaba aquellas
evidencias, yo seleccionaba papeles que probaban la existencia del Plan Cóndor.
Cuando terminamos, Hugo le pidió al juez que le permitiera fotocopiar los
documentos para llevarlos ante la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de
diputados uruguaya, que él integraba. El juez se negó terminantemente: bajo
ningún concepto aquellos documentos podían salir de su despacho. Y con cierta
ironía agregó que si el diputado conseguía llevar hasta allí una fotocopiadora,
entonces podría copiarlos. Salimos a la plaza del Palacio de los Tribunales y
Hugo se dirigió directamente a los timbiriches donde ofrecían el fotocopiado.
Encaró a la dueña de uno de ellos y le ofreció alquilar la máquina por una
mañana. A la mujer se le iluminaron los ojos y reclamó una cifra astronómica, 10
mil guaraníes, algo así como diez dólares. Hugo aceptó sin regateo y la mujer,
envalentonada, exigió, además, el pago del papel. A la mañana siguiente, un
diputado y un periodista uruguayos llevaban a pulso una pesada fotocopiadora
hasta la puerta lateral del palacio. El sargento de guardia cerró el paso, pero
cuando Hugo se identificó y explicó que era una decisión del juez, ordenó a sus
subalternos que cargaran la máquina hasta el segundo piso. El juez no ocultó su
sorpresa, y no pudo hacer objeciones. Estuvimos todo el día fotocopiando
invalorables documentos de la infamia. Yo tuve más suerte: publiqué una serie de
artículos sobre el Cóndor; Hugo no logró, en cambio, que sus colegas de la
Comisión de Derechos Humanos aceptaran ingresar los documentos traídos desde
Asunción, por más que entre ellos figuraran las actas de interrogatorios de dos
uruguayos desaparecidos, compañeros entrañables de Hugo y de los militantes del
PVP, Nelson Santana y Gustavo Inzaurralde.
El otro episodio ocurrió en una sesión de la Cámara de
diputados, el mismo año, cuando en el Senado se ventilaba la responsabilidad del
entonces senador colorado Juan
Carlos Blanco en la desaparición de Elena
Quinteros. Los colorados tenían la sangre en el ojo porque había sido Hugo uno
de los que había obtenido, en la cancillería, el famoso documento, de puño y
letra del embajador Álvaro Álvarez, que resumía, a modo de acta, una reunión en
la que el canciller Blanco analizaba las “ventajas y desventajas de entregar a
la mujer”, la maestra Elena Quinteros que había sido secuestrada de los jardines
de la embajada venezolana cuando intentaba asilarse. El documento probaba que
Blanco había participado de la decisión que culminó en la desaparición
definitiva de Elena y fue la base del procesamiento por homicidio del “canciller
de la muerte”, hoy procesado también por los asesinatos de Michelini y Gutiérrez
Ruiz.
Medio traído de los pelos, un diputado colorado buscó
la vuelta en el debate para cuestionar a Hugo, recordando que él era responsable
del robo de la bandera de los 33 Orientales, y exigirle su devolución. Hugo no
se amilanó, no eludió la responsabilidad como dirigente de los grupos
anarquistas que habían concretado la expropiación, y le tapó la boca: “Si el
diputado quiere saber dónde está la bandera, debe preguntarle a José Gavazzo,
porque fue él quien dirigió los allanamientos de las casas del pvp en Buenos
Aires y fue él quien no sólo mató a compañeros, torturó a otros, sino que además
se quedó con la bandera, en los desvalijamientos de nuestros locales”.
La acusación de Hugo hizo callar al diputado: su
respuesta había dado de lleno en la mandíbula de la impunidad militar y la
complicidad civil.
Reducir la figura de
Hugo
Cores a unas cuantas anécdotas es soslayar la dimensión de su personalidad y su
trayectoria, como dirigente estudiantil, como dirigente sindical, como militante
revolucionario, como investigador, como teórico. Desarrollar sus múltiples
facetas es un compromiso para cuando amaine el dolor de la pérdida, dolor que
comparte toda la izquierda uruguaya y más allá.
Tomado de Brecha, 8/12/06
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